De Cómo Celebré el Fin del Mundo

No recuerda como ni cuando empezó. Tan sólo un día despertó convencido de que algo andaba mal, como si su estómago pidiera a gritos una respuesta a una pregunta que ni siquiera era capaz de formular. Creía que en gran parte el origen del problema estaba en aquellas historias que le habían repetido una y mil veces durante el almuerzo. Su abuelo contaba que hace muchos años no existían las tiendas de sentimientos. Suena raro decirlo en estos tiempos ya que estamos acostumbrados a llorar gracias a las gotas de llanto que venden en Wal Mart y a sonreír tomando jugo de felicidad (jugo que, asegura Coca-Cola, es naranja y algo más). Según el abuelo la primera tienda en vender sentimientos fue una pequeña boutique en Londres, cuyos productos estrella eran el yogurth de satisfacción y las inyecciones de angustia. Luego las grandes empresas compraron las recetas, experimentaron con los químicos, hicieron rentable “sentir”  y masificaron el principal deseo de todos los humanos: comprar felicidad, administrar tristeza, regalar dolor, robar sonrisas,  malgastar regocijo y  romper el frasquito de pena. En un principio la gente compraba con temor, luego de unos meses el éxito era tal que se comenzó a comprar el temor (el cuál venía en forma de araña de plástico) ¡Si hasta a los adolescentes se les vacunaba contra la inmadurez!  Después de un par de años el mundo ya no sabía reír, llorar,  sufrir ni amar. Al comprar los sentimientos pronto la humanidad olvidó sentir y se acostumbró a que todos los objetos de su afecto dependieran de cuanto tenían en sus bolsillos.

Y allí estaba él, pensando en que algo raro pasaba. No era un malestar insoportable ni mucho menos, pero se sintió fatal aquel día en que probó un dulce de alegría y le supo a tristeza. Sí, a tristeza. No estaba del todo seguro porque no recordaba la tristeza pura, pero por un segundo pasó por su cabeza que había cogido el dulce equivocado o que el frasco de caramelos que compró en la micro tenía la fecha pasada. Le pidió a su novia que probara uno de los dulces, pero su enorme sonrisa demostró que para ella los caramelos de felicidad eran justamente de felicidad (cabe señalar que tener una novia sale un ojo de la cara: Hershey’s tenía la exclusividad del amor y te lo hacían recordar cada vez que comprabas sus corazones de chocolate).

Durante un par de semanas vivió con la interrogante en el cuerpo. Pero las cosas se pusieron feas cuando en el funeral del padre de su mejor amigo se empapó los ojos con gotas de tristeza y, para sorpresa y espanto de la familia del difunto, comenzó a reír a carcajadas. Ni siquiera las flores  de perdón que envió al día siguiente bastaron, el daño ya estaba hecho.   Se puso su chaqueta de enojo que había encontrado bajo el árbol de navidad y llamó al número de servicio al cliente impreso en la etiqueta de las gotas. Luego de un par de minutos consiguió una cita con uno de los ejecutivos de Wal Mart, distribuidor oficial del medicamento.

A pesar de que aquella mañana había lavado su cabello con el shampoo de entusiasmo, ni el más optimista de los hombres hubiera salido con la cabeza en alto de esa reunión. En Wal Mart le confesaron que hace algunos años se venía experimentando con la fórmula de tristeza y la de felicidad. Las ventas se habían ido a pique debido a la irrupción de Coca-Cola en el negocio y necesitaban de nuevos productos para competir. Una de las mentes creadoras de Wal Mart propuso agregar una pequeña dosis de alegría en la receta de tristeza (y viceversa), para obtener nuevos sabores más atractivos para los consumidores. A pesar de las dudas  y de lo ridículo de la idea, la estrategia funcionó, aumentaron sus ganancias y Coca-Cola se vio obligada a copiarles. Pronto se convirtió en una guerra de mezclas, compitiendo palmo a palmo por obtener la “tristeza más alegre” y la “alegría más triste” posibles. Las verdaderas fórmulas de la tristeza y de la alegría se perdieron en lo más profundo de las bodegas.

Le dijeron “quédese tranquilo”. Le prometieron que estaban buscando la manera de curar su malestar y que en África realizaban pruebas con un supuesto antídoto.  Se fue a su casa pensando en lo que había escuchado. ¿Cómo era posible confiar si ahora sabía que lo que vendían en los supermercados era un vulgar invento? ¿Cómo vivir sabiendo que todos sus sentimientos eran producto de una fría competencia por dinero?

Imaginó la cara de esos imbéciles ideando la manera de hacer más rentables sus negocios. Los imaginó como un montón de monos de terno, golpeando con ira el monolito que formaban los gráficos de productividad de su empresa. Y cuando imaginó eso…sin siquiera una gota de jugo en el cuerpo, ni un dulce en la boca, ni una inyección en el brazo… sonrió.

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PD: Estaba aburrido y hace rato que no posteo.