Preámbulo a una historia incontada

Mientras sucedieron uno tras otro los hechos que conforman lo que estoy a punto de contarles, se me pasaron por la cabeza muchas ideas, excepto una: que revelaría voluntariamente esta historia alguna vez. Es que por más yogurt que uno tenga en el cerebro, hay que ser muy tarado para querer compartir con el mundo un testimonio donde quedas como el imbécil máximo. Es verdad que las cosas se anduvieron saliendo de control y que probablemente nadie hubiera podido sortear con elegancia los diversos desafíos que me fueron planteados, pero lo cierto es que durante esta historia creo haberme equivocado unas 327 veces (en serio, las enumeré). Y ese sí que es una cifra avergonzante en cuanto a  equivocaciones se trata.

¿Por qué la cuento entonces? Porque puede que alguien aprenda de esta historia. Puede que alguien se sienta identificado con lo que voy a decir y sepa, gracias a mí, que camino no seguir. Quién sabe si mi misión en la vida sea fracasar para regalar el éxito a otros. Quizás soy sólo el mal ejemplo que se necesita para entender todas las reglas.

Una vez leí un libro- soy malo leyendo- y poco me acuerdo. El autor era el típico fanfarrón que le gusta enredar a la gente con palabras rebuscadas, diálogos larguísimos, descripciones lateras de riachuelos  y personajes infumables. Pero recuerdo que al principio del libro había un prólogo. Era, sin duda alguna, lo más genial por lejos (porque el autor olvidaba un poco su condición de fanfarrón y explicaba lo que iba a decir sin darse ninguna vueltita de más). Como ésta no es sólo la primera historia que escribo, si no que probablemente también sea la última (nadie en su sano juicio tiene dos historias, a lo más una en varias partes), tengo que empezar con un prólogo. Es ahora o nunca. Y para darle sentido a este prólogo, para que ustedes mentes complejas e incógnitas sean capaces de entender las palabras de este desgraciado escolar de 17 años, es necesario que saque a colación a mi gran amiga Amanta.

Resulta que, contrario a todos los pronósticos, a veces se me ocurren buenas ideas. Ideas que me parecen geniales y que el sólo hecho de haberlas pensado me hacen sentir el tipo más clever del universo. Pero basta con que se las comente a Amanta para que las destruya por completo. Así es Amanta, una persona que siempre está un paso más adelante que todos. No sé qué diablos comía cuando pequeña o qué cosas le enseñaron sus padres (o quizás qué pacto hizo con espíritus), pero ella tiene la facultad de apreciar las cosas desde el punto de vista que no miraste y, desgraciadamente en mi caso, ese punto es justo el que me hace pensar: “vaya, quizás no sea tan buena idea”. Pero el lado bueno de todo esto es que cuando tu idea es muy mala, ella la convierte en buena ¿Acaso lo hace para compensar las frustraciones que ocasiona sus ansias de destruir buenas ideas? Yo creo que simplemente no se da cuenta, pero sí que ayuda mucho.

Amanta tiene un papel secundario en esta historia, pero un rol protagónico en este prólogo. Ella una vez me dijo- mientras apretábamos los paquetes de papas fritas en el supermercado- “todo es cuestión de timing”. Y esa frase es la que sin duda debe iniciar esta historia. Porque si te pones a pensar, toda esa gente que se llevó, sin saber, papas fritas molidas a sus casas, se hubiera ahorrado el mal gusto sólo llegando antes que nosotros. Nuestra broma era cruel, perversa como ninguna, pero altamente evitable.

Y esa es la cuestión, como sortear esas cosas. O mejor aún, como hacer que esas obstáculos lleguen en un momento en que puedas afrontarlos. No soy fanático de Dios, nunca me ha gustado esa onda de parroquia ni nada por el estilo, pero estoy seguro que el destino (o «el ocio de Dios», si usted prefiere) le tiene reservado a cada persona un número fijo de dificultades (papas fritas molidas por ejemplo). Digamos un frasco con pelotitas de “malas cosas” que algún día aparecerán en tu vida. Hay personas que les vacían el frasco de golpe- esos fatalitos que el karma no los deja en paz- u otras que sagradamente reciben su pelotita todos los lunes por la mañana. Yo sé que mi frasco ya perdió, por lo bajo, unas 327 bolitas. Pero si una de esas bolitas hubiera llegado en otro momento, en otro lugar, en otra etapa… quizás no hubiera sido tan terrible. Quizás hubiera triunfado y no estaría desperdiciando mi tiempo escribiendo esta aventura.

Acá les dejo mi historia, la de los 327. Al final de todo ustedes dirán si publicarla es mi 328.

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PD: Puede que alguna vez publique la historia completa.

PPD: Necesitaba publicar algo (porque siempre he seguido escribiendo en verdad).

PPPD: Sí, usé varias palabras que no existen.