Fotógrafo

Debo explicar un poco la situación: soy fotógrafo. Hay muchas cosas que no recuerdo bien, por lo tanto, no estoy seguro. Pero creo que todo empezó como un juego. A ella le gustaba posar. Íbamos caminando y de improviso, ahí en mitad de la calle, recreaba alguna emblemática imagen de alguna diva de Hollywood o el semblante solemne de las actrices de la nueva ola francesa. Ella misma decía que se sentía como la reencarnación de Anna Karina. Siempre lo encontré curioso. Por varios motivos, pero hoy destaco dos: (a) yo jamás me atrevería a hacer morisquetas en mitad de la calle ante los ojos de cualquiera y (b) Anna Karina aún estaba viva (e imagino que ajena a cualquier proceso que involucre su muerte y el hipotético período posterior). Un día decidí fotografiar algunas de esas ocasiones. No recuerdo si fue idea mía o si fue ella la que me lo pidió. Justo antes de atardecer, cuando tratábamos de volver a casa, la retraté por primera vez. Ella levantó sus brazos al cielo, como si estuviera cantando la última nota de la obertura de un musical. Clic. En un principio sólo valoré la estética de la fotografía. Su perfil era muy bello. No sé si era la forma de su nariz o quizás la armonía en su rostro debido a la perfecta ubicación de sus enormes ojos. Me pareció que los seres humanos disfrutarían de una colección de fotos de ella. Ella sonriendo mientras el sol le ilumina la cara, ella serena mientras el vapor de su taza de té le calentaba los labios, ella devastada mirando un horizonte frío, ella riendo mientras abraza a su perro, ella asustada al ver una sombra en la ventana, ella pensativa mientras saboreaba su desayuno, ella llorando aferrada a un teléfono que contaba malas noticias, ella durmiendo rodeada de sábanas blancas, ella siendo ella. Tomé fotos a color, a escala de grises, a blanco y negro, con tonos sepia e incluso negativos. Un par de veces hasta retoqué las fotografías y las llené de colores que no existían y texturas que el mundo no ofrecía. Con el tiempo fui creando una considerable colección de fotos de ella. No hubo foto que no tomara de ella ni emoción que ella no dejara de transmitir a mi lente.

Años después me senté en mi escritorio a contemplar las fotografías. Mi intención era armar un portafolio para una exhibición que tenía en mente. Sabía de un estudio de arte que ofrecía su vestíbulo para que artistas mostraran su trabajo. No era el museo de Bellas Artes, pero estaba bien para empezar. Además, era lo suficientemente pequeño como para aceptar artistas de poco recorrido, lo que justamente era yo en ese entonces. Pasé horas eligiendo las fotos más bellas y novedosas. Muy pronto caí en la cuenta que algo faltaba. Por más que buscaba, no la encontraba a ella. Tenía centenares de fotos de su cara, de su cuerpo y de sus emociones, no así de su esencia. Si llegase a cumplir mi sueño de estrenar una exposición con estas fotografías, los visitantes de la galería mirarían con moderado entusiasmo a un rostro bonito. Yo quería más que eso. Lo que buscaba era mostrar al mundo lo que era ella. Que los visitantes salieran de la exhibición con la sensación de haberla conocido. No a una modelo de fotografías, a una mujer real. Y no a cualquier mujer, a ella.

Cuando le conté que había perdido el entusiasmo de exhibir sus fotografías, ella se notó decepcionada. Le expliqué que no tenía nada que ver con la modelo, más bien era el artista el que carecía del talento para retratarla. Ella, la “reencarnación” de Anna Karina, me recordó lo que Godard había dicho: “La fotografía es verdad y el cine es una verdad 24 veces por segundo”. Mis ojos se iluminaron. A la semana siguiente ya había pedido prestada una cámara de cine de mi universidad. Comenzamos a filmar distintos momentos de su día con el objetivo de armar un corto. Me entusiasmaba la idea de que la gente pudiera escuchar lo particularmente hermosa que era su risa cuando había sol, ser testigos del recorrido que sus lágrimas hacían al caer, sentir la energía de sus abrazos, notar como de vez en cuando movía su cabeza hacia la derecha sin ninguna razón ni objetivo particular, escucharla mientras le cantaba melodías a su perro, o simplemente apreciar la elegancia con la que caminaba. Los videos resultaron tan llamativos que renovaron mi entusiasmo. La idea de una exposición de fotografías había sido reemplazada por el sueño de enviar un corto a algún festival emergente. Con un poco de suerte, quizás hasta conseguía el apoyo para un largo. Ilusamente creí que centenares de personas en el mundo podrían apreciarla a ella. Dado que una película no sólo mostraría imagen, sino que también sonido y movimiento, pensé que esta vez podría capturar su esencia. Sin embargo, horas y horas de edición no me dejaron satisfecho. Algo faltaba. Otra vez. Dejé esos videos descansar por años. ¿Qué era lo que me impedía mostrar lo que era ella al mundo?

Hoy lo he descubierto.

Ella ha muerto.

Mi primera reacción fue desempolvar mi material y aguantar el llanto mientras la apreciaba. “He fotografiado la muerte” pensé. Su sonrisa me parecía premonitoria, su semblante suicida, sus ojos tristes, su rostro condenado a la pérdida. Me dejé llevar por ese sentimiento funesto por unos minutos, mientras lágrimas comenzaban a aparecer en mis mejillas. No permití que esa amargura fuera más lejos. El sólo hecho de luchar contra la pena esclareció el misterio. No he fotografiado sólo la muerte, también la vida. ¿Por qué quise convertirla en una obra de arte para el mundo, cuando el único que podía apreciarla era yo mismo? Después de años de búsqueda, esas fotos y videos por fin han cobrado sentido. Sus retratos ahora son ella.

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