A veces sueño con una puerta

Lo voy a poner de la manera más simple posible: he recibido una sola pregunta importante a lo largo de mi vida. Me la hizo ella, sentados en nuestra banca favorita, mientras espiábamos el atardecer.

“¿Crees que haya vida después de la muerte?”

Y para poder explicar mi respuesta tengo que remitirme a un evento de mi infancia, inicialmente insignificante- ¡pero que resultó ser trascendental!- que trataré de relatarles con la mayor claridad.

Mi primer acercamiento a esa pregunta fue a los 10 años de edad, cuando todavía era un niño normal (o por lo menos eso creía). Mi gran amigo era un chico llamado Ben. Era un poco más alto que yo, venía de una familia adinerada y le gustaba el baloncesto. Pese a ello era un chico de buen corazón y me caía bien. Yo no era un chico muy popular, así que mi círculo social se limitaba a los vecinos de la cuadra o los otros chicos impopulares del colegio. Ben era el más aceptable dentro de todos ellos.

Él me dijo que fuéramos a ver a la Bestia.

Y aquí creo que es necesario hacer un alto. Seré muy sincero: yo también quería ir a ver a la Bestia. No quiero culpar a Ben por lo que pasó. Creo que los dos soñábamos con conocer a la Bestia, así que cuando Ben lo propuso no fue más que una extensión verbal de lo que yo estaba pensando. Digamos que él se atrevió a decir lo que por tantos años se atoraba en nuestra garganta.

La Bestia vivía en un apartamento un poco apartado del centro de la ciudad. Una vez Roger, compañero de clase, aprovechó un campamento nocturno para contarnos, con una enorme linterna alumbrado su cara, cómo había golpeado a la Bestia en un momento de singular heroísmo. Nadie le creyó ni una palabra, pero aún así esa noche descubrí que todos mis compañeros compartían el mismo sentimiento: debíamos ir a ver a la Bestia. No lo decían en TV, no era una obligación para contentar al viejito pascuero ni tampoco un castigo propuesto por los padres. Era un simple, común y directo deseo.

Nos paramos frente a la puerta de su apartamento y nos miramos el uno al otro. La puerta era la puerta más ordinaria del mundo: blanca y con una manija metálica. Miré la manija y me pareció tan fría. Ni siquiera sabía con seguridad que estuviera fría pues no la había tocado, pero debía estarlo. Detrás vive la Bestia y la Bestia tiene un alma helada que ensombrece hasta el más emocionado de mis latidos.  La contemplé por horas, paralizado por el miedo fui incapaz de abrirla.

Y podría haber quedado ahí, como una anécdota estúpida de niños. Es cierto que durante meses soñé con esa manija que no me atreví a abrir y me sentía horrible cada vez que recordaba esa puerta, pues me hacía pensar en un futuro que nunca podría vivir. No era más que un niño con miedo a la Bestia. Niños como yo abundaban en todos lados.

Luego la conocí a ella. Y ella lo cambió todo.

Se llamaba Bella, la vi por primera vez en el parque a la edad de 14 años. No sé como me atreví a hablarle. A veces pienso que ella me habló primero y que el recuerdo que tengo en mi mente no es más que una forma que tiene mi memoria para hacerme ver como un valiente. A fin de cuentas siempre he sido cobarde. ¿Será acaso que uno recuerda como le conviene? Así como soñamos lo que queremos ser, ¿recordaremos lo que quisimos haber sido?

Siempre vestía de blanco. Era su color. Ella fue la primera que me dio un segundo nombre. Solíamos hablar de temas irrelevantes, pero interesantes para ambos. Pocas veces había sentido tal conexión con alguien. Mientras hablaba sentía que sus palabras estaban escritas en algún lado y que más que decírmelas, me dejaba leerlas. Como si alguien hubiera escrito un cuento sobre nosotros y yo ya lo hubiera leído. Y no era un cuento cualquiera, era una historia cálida, tranquila y lejos de cualquier bestia.

Fue en una de esas conversaciones cuando me lo preguntó:

–          ¿Crees que haya vida después de la muerte?

Reflexioné un poco. No era una pregunta fácil. Supongo que mi condición de ateo me hace responder instintivamente un no. Súbitamente imaginé a la Bestia, así sin más. Y respondí.

–          No sé.

–          Yo si, de hecho lo recuerdo.

–          ¿Recuerdas qué?

–          Lo que hay después de la muerte.

Me quedé helado. ¿Qué quería decir? ¿Acaso esta chica ya había muerto una vez? Probablemente estuviera bromeando. Me sentí incómodo. Decidí seguirle el juego.

–          ¿Cómo puedes recordar eso?.

–          Es muy simple. Cuando era niña me lo cuestioné demasiado. Le preguntaba a mi mamá que había sido de mi antes de nacer, que donde había estado. Estaba convencida que uno existía siempre y que estar en este mundo era uno entre muchos. Me tiraba en el pasto a pensar en eso, incluso me imaginaba el lugar donde estamos cuando no estamos acá. Era capaz de verlo y creo que en verdad existe. Ahora no soy capaz de imaginarlo, pero cuando tenia 5 años había estado ahí hace tan poco que podía recordarlo.

–          ¿Es algo así como la reencarnación? ¿Qué tu vida es una serie de vidas?

–          Algo así, pero incluso creo que es más simple que eso. Existimos siempre. Eso es todo. No hay nada más, absolutamente nada más.

Mentiría si dijera que la comprendí. En verdad me pareció que le faltaba un tornillo. Después de su fugaz muestra de locura, conversamos un par de minutos más, nos despedimos y pensé que quizás nunca volvería a verla de nuevo. Pero una cosa es pensar y otra es olvidar porque en el fondo sabía que esa niña era un punto de inflexión en mi vida y que no quería olvidarla. Al día siguiente caminé hacia el parque y ella no estaba ahí. Supe que nunca estaría.

Años después de lo ocurrido me atreví a volver. Leí en el periódico que Bella había muerto.  La asesinaron unos perritos mientras les daba comida. La noticia fue revuelo nacional. Su repentino deceso me dio la valentía para decir “es mi momento” y caminar, por segunda vez en la vida, hacia la puerta de la Bestia.

Me planté frente a la puerta y noté que todo era  como lo recordaba. La única diferencia era que en vez de Ben, me acompañaba el recuerdo de Bella. Tomé la manija, estaba fría, tal cual como siempre había imaginado. Respiré profundo y sentí como si en otro lugar del mundo, un tipo igual a mí, estuviera también tomando la manija de la puerta. Como si de repente la mirada de ese tipo se perdiera y pensara que en otro lugar del mundo, había un tipo igual a él con la mano en la manija de una puerta.

No pude girarla, la manija estaba trabada. Intenté e intenté, usé todas mis fuerzas, pero no pude. Imposible. Esa puerta jamás iba a abrir. Me frustré un poco. Tantos años de cobardía para nada.

Miré la manija por última vez y salí.

Afuera nadie me esperaba.

—————————————————————

La Bestia sintió que dos niños estaban al otro lado de la puerta y se refregó las manos de emoción. “Por fin carne fresca”. Se puso al lado de la puerta, expectante. Apenas se abriera los atraparía y disfrutaría del dulce manjar que son los sueños de un niño.

Pero la puerta no se abrió.

“Cobardes” se dijo, se sentó en su sofá y pasó toda la tarde viendo series gringas con risas pre-grabadas (su favorita era friends).

Años después uno de los niños volvió. La Bestia miró por el rabillo de la puerta y se dio cuenta que ya no era un niño. El hombre tomó la manija y la Bestia se desesperó. Imaginó que en otro lugar del mundo, había otra Bestia idéntica a ella esperando que otro hombre, idéntico a él, abriera la puerta.  Pensó en que quizás esa Bestia también imaginaba que en otro lugar del mundo existía una Bestia idéntica a ella, esperando que un hombre idéntico al que ella esperaba estuviera a punto de abrir la misma puerta. Le entró pánico. Lo único que atinó fue a sujetar la manija con todas sus fuerzas. El tipo intentó abrir, pero no pudo. La puerta estaba trabada por la propia Bestia.

Cuando el hombre se fue la Bestia respiró aliviada, se sentó en su sofá y pasó toda la tarde viendo a unos hombres que habían grabado sus risas para repetirlas por siempre.